Sobre lo que pasa

Los días que siguieron

Hace 20 años era becaria en el periódico ABC. Tuve que informar desde la morgue que se improvisó en el recinto ferial de Ifema tras los atentados del 11 de marzo. Año tras año, desde entonces con mucho frío en el cuerpo recupero las imágenes de aquel 11-M y, sobre todo, de los días que le siguieron, hechos de frío y silencio, sí, pues si el 11 fue el día de las muchas llamadas de teléfono que recibimos de parte de parientes, amigos y conocidos interesándose por nosotros y el de las sirenas (ambulancias, bomberos, policía…), en los días que siguieron el silencio nos estuvo acompañando incluso en las esferas más alejadas del mundanal ruido. Para mí el 11-M es, sobre todo, un 11-Mudo, inundado de silencios que vuelven, puntuales a la cita, con cada aniversario.

Hace 20 años era becaria en ABC. Tuve que informar desde la morgue que se improvisó en el recinto ferial de Ifema tras los atentados del 11 de marzo. “Esta es Julia”. Probablemente esa misma foto tamaño carné que Miguel nos mostraba de su hermana de 25 años se la habría enseñado a los forenses que dentro trabajaban a destajo. Ella viajaba en los trenes. No la habían podido localizar. En la noche de aquel 11 de marzo seguía en paradero desconocido. No estaba entre los heridos registrados en los hospitales. Miguel probaba entonces suerte «allí». Al principio, los familiares acudían «allí» sin la idea clara de lo que «allí» había, como si cupiera alguna remota esperanza de que, de «allí», saliera alguna buena noticia. “Julia, ponte en contacto con nosotros, te queremos”. Repetía, dejando escapar gruesas lágrimas ante las cámaras, ante quienes tomábamos nota de su súplica. Miguel salía de aquel tanatorio circunstancial como entró: sin respuestas y con el alma desencajada.

Con mucho frío en el cuerpo recupero las imágenes de aquel 11 de marzo y, sobre todo, de los días que le siguieron. Metro medio vacío. Viajeros que nos cruzábamos la mirada con preocupación cuando alguien hurgaba más de la cuenta en su mochila. Ojos empapados de lágrimas de prácticamente cualquiera con quien te encontrases en la calle. Altarcitos con fotos, flores, velas, cruces que espontáneamente se montaron en las estaciones del trayecto que siguieron los trenes bomba.

Frío y silencio, sí, pues si el 11 fue el día de las muchas llamadas de teléfono que recibimos de parte de parientes, amigos y conocidos y el de las sirenas (ambulancias, bomberos, policía…), en los días que siguieron el silencio nos estuvo acompañando incluso en las esferas más alejadas del mundanal ruido impermeables al desaliento.  

Aún puedo sentir, como si estuviese ocurriendo en este preciso momento, aquel escalofrío que me causó el silencio que se abrió cuando terminé de entrevistar a la esposa de una de las personas que habían perdido la vida en los atentados. Entre ella y yo solo quedó un profundo, insalvable silencio que ni ella, que acababa de ponerle palabras al sufrimiento, ni yo, que las había puesto por escrito en mi cuaderno, estábamos dispuestas a romper. Tal vez ella se viera incapaz de añadir más lágrimas a las muchísimas ya vertidas para expresar su duelo por la pérdida de su marido, con el que hasta hacía apenas 72 horas había estado compartiendo desayunos. Yo, desde luego, no estaba por la labor de intentar aliviar su desconsuelo con cumplido alguno.

Para mí el 11-M es, sobre todo, un 11-Mudo, inundado de silencios que vuelven, puntuales a la cita, con cada aniversario.

Rosa en el cementerio de Dorothestadt, Berlín |Foto de MOMoreiro, 2019

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